lunes, 13 de septiembre de 2010

El emperador.

Vale, otra ilustración, para el que se sienta inspirado...

2 comentarios:

  1. Hubo una vez en China, un emperador justo y bueno. Había nacido en palacio, desde pequeño estuvo rodeado de juguetes, animales, sirvientes que se encargaban de distraerle y contemplarle.
    Cuando creció, a la muerte de su padre se sentó en el trono imperial.
    Vestía sus mejores galas, comía los mejores manjares, escuchaba las más bellas músicas y dormía en las más mullidas camas. Pasaban los días pero no pasaba nada.
    Un día se acercó al Palacio imperial un pobre pescador. Traía un viejo cubo con un pez bellísimo, de colores tan hermosos, que todo aquel que lo contemplaba olvidaba sus preocupaciones y sentía ganas de sonreir. El pescador se lo regaló al Emperador y éste mandó construir una jaula de madera en el mar y un puente para poder ir a verlo cada día, pensando que tal vez mirándolo, lograría ser feliz.
    Pero el Emperador no tenía preocupaciones que olvidar. Por más que lo observara, no sentía el más mínimo atisbo de alegría y su cara seguía impasible, como su corazón. A pesar de ello, continuó visitando al pez todos los días.

    Una noche en que la luna se columpiaba delgada entre dos nubes el Emperador acudió solo a ver al pez alumbrado por una enorme linterna de papel de arroz. Al verle, observó que sus ojos estaban azules y hundidos, y sus aletas, alicaídas.
    Al día siguiente, por la mañana temprano, el Emperador volvió a la jaula y vio que el pez se estaba volviendo transparente. Su cola y sus aletas ya se confundían con el agua. El Emperador, preocupado, mandó traer más comida y limpiar la jaula tres veces al día. Pero el pez seguía perdiendo el color, escama tras escama se iba haciendo invisible.
    Entonces el Emperador mandó buscar al pescador que le había regalado el pez.
    -Majestad –dijo el pescador nada más verlo-, el pez está triste porque vive encerrado y se pasa las noches llorando. Por cada lágrima que le da al mar, el mar le quita el color de una escama. Dejadle marchar y recuperará sus colores.
    -¡De ningún modo! –replicó el Emperador- ¡Ese pez me pertenece! ¡Tú me lo regalaste!
    Pasaron los días y el pez seguía desapareciendo. El Emperador no quería soltarlo, justo ahora le había empezado a coger cariño. Pero cada día se le veía menos.
    Cuando la luna se puso redonda como un plato, el Emperador se armó de valor y salió otra vez solo, alumbrado por su linterna de papel de arroz. Tiró de la puerta de la jaula y vio como el pez recuperaba su forma, saltando por encima del agua y coleteando sin parar. Otra vez volvía a ser el pez hermoso de bellos colores.
    Y como por arte de magia, el Emperador miró al pez y sonrió. Por primera vez tenía alguien a quien echaría de menos cada vez que contemplara la luna columpiándose en las nubes.
    Desde entonces, cuando alguien quiere celebrar algo en China, construye una jaula, la llena de pájaros y abre las puertas por el puro placer de verlos volar. Con sólo ver la alegría de los pájaros uno olvida las preocupaciones y acaba por sonreir.
    Y vaya si funciona. Si por algo me gustan los globos de gas es por verles la cara cuando los suelto.

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  2. Bonita historia, Almu. Pobre emperador, qué vida tan insípida...

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